Ilustración de Benjamin Cobos / @bencob
Por: Graciela Ríos
@gracebud_
Las niñas bien (2017), de Alejandra Márquez Abella.
Antes de ver algo, escuchamos en off las preocupaciones y ensoñaciones banales de una mujer que ya nos podemos imaginar. Indudablemente, desde ese primer momento emitimos un juicio que enseguida se refuerza con imágenes y nos hacen testigos del ritual de belleza de Sofía y su vanidad multiplicada por una serie de espejos; el mito de narciso reflejado en el título que ahora ocupa la pantalla: Las niñas bien.
La película dirigida por Alejandra Márquez Abella, es un rayo de luz entre la vorágine de refritos estelarizados por Omar Chaparro y Martha Higareda; comedias mexicanas herederas de las telenovelas, donde el rico es malo y tonto porque es rico, y el pobre es bueno y listo porque es pobre. En las que lejos de representar una sátira inteligente y concienzuda de la diferencia de clases sociales –como lo hace la multipremiada Parasites de Bong Jon-Hoo– , se le reduce a ridiculizar mediante personajes estereotipados, chascarrillos insípidos y escenarios reciclados que quizá provocan alguna que otra risa a quien ve la película más como pretexto para comer palomitas, sin prestar mucha atención.
Habiendo leído el libro homólogo escrito por Guadalupe Loaeza, en el que se inspiró la directora para escribir el guión de la película, me sorprendí por la manera en la que logró construir personajes tan sólidos con quienes es posible empatizar, a diferencia de aquellos perfiles inconclusos que me resultaron tan odiosos y carentes de dimensiones en papel. Aunque estoy consciente de que la diferencia se le puede atribuir, en gran medida, a que el libro es una antología de crónicas que no da lugar a la construcción de personajes sólidos y una narrativa estructurada.
Sofía, la protagonista, una niña bien de Las Lomas, está acostumbrada a ser el centro de atención dentro de su grupo de amigas; véase la orquestación de la escena del desayuno en el club, en la cual la directora deja ver un notable manejo del lenguaje cinematográfico:
La cámara gira y gira entre el grupo de mujeres, y sólo se detiene cuando Sofía habla; una vez que esta dice lo que tiene que decir, la cámara sigue su curso; comienza a perder el control cuando los estragos de la privatización de la banca durante el gobierno de López Portillo la alcanzan, y poco a poco va perdiendo todo aquello a lo que estaba acostumbrada desde la cuna, a la par que ve a su marido aún más perdido, infantilizado, jugando al cochecito de juguete, viviendo a base de alcohol y clubes nocturnos.
Y no sólo eso, la humillación es aún más grande cuando Ana Paula, la nueva vecina en la colonia, parece comenzar a tomar su lugar; porque a pesar de no tener «pedigrí», contrario al marido de Sofía, el esposo de Ana Paula parece saber muy bien lo que hace y su economía va viento en popa.
Cuando ya no hay manera de enmascarar su situación económica, Sofía decide bajar de su pedestal y aceptar la ayuda de la única persona dispuesta en ofrecerle una mano amiga después de que la máscara del privilegio cae; la que antes consideraba su némesis, se convierte en su aliada: Ana Paula, quien le demuestra que una amistad genuina puede anteponerse a la diferencia de clases.
La actuación de Ilse Salas –que le mereció el Ariel en el 2018– es impecable, llena de matices y con una mirada evocadora que atraviesa la cuarta pared para siempre decir, para comunicar sin necesidad de palabras. Por su parte, la música de Tomás Barreiro es un aderezo narrativo que suma al ritmo de cada escena, y el cual a veces parece jugar con lo que está ocurriendo: interactúa sin ser invasiva, es juguetona, sarcástica y abona al drama, entendiendo drama desde su definición etimológica que refiere a la acción.
Ojalá vengan más propuestas como esta, evocadoras, sin pretensiones moralizantes, que apuestan –desde la sutileza y un lenguaje muy bien cuidado– por la inteligencia y la sensibilidad del espectador.
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