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La muerte del hijo
La muerte del hijo

La muerte del hijo

Por: Roberto López
@RobertoLodom

La Ciénaga (2001), de Lucrecia Martel 

Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno
morirá por su propio pecado
Deuteronomio 24:16.

Al inicio de La Ciénaga se percibe el hedor de una pileta sucia que enrarece el espacio físico y sonoro. Los sonidos de los vasos de vino que colisionan entre sí funcionan como antesala del choque constante de cuerpos que habrá a lo largo de la historia. Vemos las fricciones tenues que se dan desde miradas de soslayo o abrazos profundos o gritos desesperados, porque aquí hay gritos constantes, todos están huyendo de algo, todos corren o todos gritan. La casa inundada de bullicio y desastre. Un desastre que se produce desde lo cotidiano y el ocio. O mejor, se encuentra desde la decadencia, de una vida en declive, un estilo de vida pomposo venido a menos, ambivalencias de clase en la que abundan los sonidos de cuchicheos, susurros, sábanas deslizándose sobre los cuerpos ociosos, tomando siestas o pasando el tiempo. Implosiones de palabras no dichas pero cimbradas en la punta de la lengua.

Lucrecia Martel enmarca en su ópera prima lo que serán, en sus próximas tres películas, sus ambiciones e intereses: una revisión exhausta (no exhaustiva) de las interacciones familiares o sociales desde un derrumbe y desinterés por los otros. Su cine está impregnado de una localidad privativa (hasta Zama, 2015) cuya ciudad de origen, la Provincia de Salta, Argentina, le otorga los permisos de desarrollarse como autora formal de ficciones propias y personales. En su cine todo es artificio, eso le permite construir en sus mentiras “un esfuerzo por encontrarle sentido a las cosas» [1], terreno en el que se mueve este texto.

La película nos muestra la vida de Mecha y Gregorio, líderes de una familia de productores rurales en decadencia, y de Tali y su esposo Rafael, quienes viven en la ciudad con sus cuatro hijos, con una vida menos lujosa pero igual de escandalosa. Ambas familias las une el parentesco entre Mecha y Tali, primas y amigas cercanas. También las ligan los conflictos, lo azaroso de sus vidas y la sensación de enclaustro de ambas, dos mujeres al borde del colapso por vidas que no desearon nunca y de las que anhelan salir. Los deseos egoístas de los padres generan en las generaciones más jóvenes un atropello de sus infancias. 

Existen tres niveles de apatía que llevan a la muerte, cada nivel corresponde a una generación enclaustrada, confinada y atrofiada, ya sea por la decadente pérdida de valores, como la ausencia de una historia en concreto, ya que esta película no trata de nada, pero sucede mucho:

  1. Los adultos

La primera secuencia es un montaje hecho con la genialidad que Luis Buñuel impregna en esa escena fascinante donde la yuxtaposición de dos acciones contrarias producen un sentido crítico hacia la iglesia católica en Viridiana (1961), pero aquí Martel realiza una conjunción de acciones opuestas entre sí: unos niños juegan, corren y se persiguen dentro de un bosque en lo que resulta ser un juego de cazadores pero con escopetas reales, los disparos se escuchan a la par de la apatía del tiempo de descanso de los adultos, arrastrando las sillas, chocando las copas de vino; todo en un ámbito de aburrimiento o desidia que recuerda la danza inerte de unos zombis.

Ambas acciones se contraponen y se complementan; la hiperactividad de los más jóvenes contrasta la animadversión de los adultos por los mismos adultos. 

Mecha y Tali, con sus respectivas familias, viven dentro de cúpulas en las que reina la fealdad. Los mayores en la familia de Mecha han aceptado ese estilo de vida de negligencia por la higiene, la salud y el orden. Casi todo el tiempo vemos a Gregorio y a Mecha deambular entre las camas, las copas y el acto de embriagarse. Lo repugnante de estas interacciones se consuma cuando Mecha cae borracha y se corta el pecho con los trozos de las copas de vidrio. Los cuerpos de los padres se han atrofiado en su estancamiento. Además, nadie se inmuta más que Momi e Isabel. 

  1. Los jóvenes  

Momi, una de las hijas de Mecha, siempre está viendo a la criada Isabel. La mayor cantidad del tiempo en pantalla la pasan recostadas en la cama. Momi abraza a Isabel constantemente; asumimos que existe un afecto que trasciende los límites profesionales. Luego está Juan, hijo mayor de Mecha, quien se encuentra en una relación con Meche, una mujer perteneciente a la generación de su madre y de su tía Tali y que alguna vez fue amiga de ambas. Las dinámicas se perturban más cuando descubrimos que Juan, en una visita a Salta por las heridas de su madre, juguetea con Vero (otra de sus hermanas) rayando en lo incestuoso y lo grotesco. 

Las risillas y miradas insinuantes de todos hacia todos apuntan a un estado de putrefacción moral de los padres. Aunque vemos a los chicos ir y venir entre bailes del pueblo, diligencias al río y juegos alrededor de la pileta, Isabel es la única que logra salir de la hacienda en el final porque no pertenece a la familia: los jóvenes se quedarán estancados, al igual que los padres, si no muertos antes de que la podredumbre los alcance. 

  1. Los niños

“Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su propio pecado”, es lo que dice Deuteronomio 24:16, presagiando casi por lo opuesto el terrible desenlace de la película. 

Luciano es tal vez el niño pequeño al que más atención le presta Martel. Lo vemos con una pierna ensangrentada en una de las escenas primeras. El sube al lavabo para limpiar su pierna con agua y su madre, Tali, preocupada (aparentemente), toma a su hijo y termina la limpieza. 

Es necesario hablar de la familia citadina.

Tali, al igual que su prima, anhela salir de una vida que la ha atrapado. Su  deseo de huir se escabulle en una charla que mantiene con Mecha dentro de la habitación de la segunda¹, el plan es hacer un viaje a Bolivia para hacer las compras escolares (previo al regreso a clases) y ahorrar dinero. Pero la idea del viaje va más allá, se trata, en realidad, de una forma sutil de fuga hacia una liberación ilusoria. Puede tomarse como irresponsabilidad o cómo deseo legítimo, pero precisamente eso desencadena la desgracia, directamente, de una muerte prematura. 

Luciano muere por la curiosidad de ser niño en condiciones precarias por adultos indolentes, pero Martel ya había anunciado su deceso. Escenas atrás, los niños apuntan con escopetas² a una vaca que ya habíamos visto estancada en el pantano. Luciano se interpone con la torpeza de un niño, el plano corta a una imagen del cielo y el sonido de un disparo. Su muerte también se prevé cuando Luchi (así le llaman de cariño) se queda encerrado en un auto o cuando sus hermanas le disparan con unas pistolas de juguete³. La muerte del hijo la confeccionaron todos, sólo que no se quisieron dar cuenta. 

En adición con el relato fantasmagórico de una Salta en declive, existe un cuarto nivel: la superstición de una localidad. La repetición de una serie de imágenes televisivas donde se muestran a unas personas dar testimonio de haber visto a una virgen. “No vi nada”, es lo que dice Momi y es lo último que se dice en la película que, además, se dice frente a la pileta, sentadas ambas jóvenes, Momi y Vero, de la misma forma en que lo hicieron sus padres cuando se produjo el accidente de Mecha. La frase, llena de incredulidad y cuestionamiento de una deidad tras la inexplicable muerte del niño da un sentido devastador: “Una pequeña iluminación negativa que anuncia que las creencias deberán reconstruirse desde cero con los restos de lo que queda»[2].

Notas:

¹En esa escena del plan de visitar Bolivia, varias de las niñas entran a la habitación, pero ningún niño lo hace más que José, un joven. Esa intervención pone a todas en un baile de celebración (?) mientras los niños (varones) pequeños juegan en otro lado. Un presagio del abandono o del descuido del niño en aras de la planeación de un viaje que al final no se realiza, ya que Rafael compra los útiles para evitar que su esposa y Mecha viajen al extranjero, arriesgando su vida (irónicamente) en una ciudad incierta, ya que Mecha y Tali constantemente se cuestionan la utilidad del viaje (¿destellos de conciencia?)

²Segunda señal de descuido y abandono. Aquí no hace falta profundizar mucho, mejor hagámonos la pregunta: ¿Cómo es posible que niños pequeños porten armas de fuego?

³Hay un recurso simbólico muy potente utilizado a lo largo de la cinta y que se deposita en esta escena: el perro. Luchi encuentra fascinación (y preocupación) por un perro que ladra fuertemente y que cree que atravesará la pared de su casa y lo matará. “No toqueteen al perro que después se amansa”, dice uno de los niños sobre un perro que llevan siempre a la cacería. El perro despierta la curiosidad de Luchi en una escena que no remite alarmismo ni amarillismo, evita el sensacionalismo al pasar de la caída fatal del niño tras subir las escaleras para ver a ese perro, a tomas fijas de los interiores de las casas, en silencio: las prisiones de las familias después de la tragedia familiar. El perro no mató a Luchi, sólo fue el instrumento, sus ladridos advertían del deceso, con tristeza pero con fuerza. 

Disponible para ver online en Prime Video

Fuentes:

[1] Pinto Veas, I. (2015). Lucrecia Martel, laFuga, 17. [Fecha de consulta: 2020-11-16] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/lucrecia-martel/735

[2] Aguilar, Gonzalo, Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino. Buenos Aires: Santiago Arcos, 2006, p. 51