Crítica 1 de Sin señas particulares (2020), de Fernanda Valadez
Lee la crítica 2: El diablo me dejó vivir
Por Grace Ríos
@gracebud_
Dos mujeres encuadradas en un primer plano. Los rostros expresan una angustia compartida. Son Magdalena y Chuya, madres viviendo la impotencia de saber a sus hijos desaparecidos que se enfrentan con recelo a la infame carpeta de fotografías de cuerpos no identificados. Ahí, Chuya, abatida, reconoce el de su hijo.
Las desapariciones forzadas se han convertido en un tema recurrente dentro de la filmografía mexicana contemporánea; un ejemplo de ello son algunas de las películas que fueron nominadas al Ariel 2020. La ópera prima de la directora Fernanda Valadez no es la excepción; y, además, aborda otro de los temas que han preocupado a la sociedad mexicana por décadas: la migración al país vecino del norte.
En Sin señas particulares la directora hace un retrato íntimo de la escabrosa travesía que emprende Magdalena en búsqueda de su hijo, Jesús, después de que Rigo, el amigo con el que viajaba a Estados Unidos, fue hallado sin vida en una fosa clandestina. Contrario a la figura que se espera como protagonista de un viaje tan arriesgado y extenuante, Magdalena es una mujer de apariencia frágil, tímida e introvertida, pero persistente. Como parte de una narrativa que se construye desde la colectividad, sin dejar de lado la sensibilidad que ofrece la particularidad, la retraída protagonista se encuentra en su camino con una serie de personajes que comparten de alguna u otra forma su calvario y se convierten en aliados, algunos con un rostro y personalidad definida, otros de quienes solo escuchamos sus voces y vemos su contornos. La primera de estas intervenciones es la de una doctora que, contra su voluntad, acepta el cuerpo del que supuestamente, según los exámenes de ADN, es su hijo, a pesar de que las fechas no coinciden. Las mujeres se encuentran en la sala de espera del anfiteatro; mientras Magdalena intenta descifrar los papeles que le pidieron que firmara después de identificar una de las pertenencias de su hijo entre los vestigios que se encontraron en una fosa clandestina. Al ver el aprieto en el que se encuentra Magdalena, la doctora se ofrece a leerle los documentos, revelando que en la fiscalía pretenden que dé a su hijo por muerto; la doctora le aconseja no firmarlos y prolongar la búsqueda. Aquí termina su participación; para la doctora un final funesto, para Magdalena un impetuoso impulso hacia su objetivo.
El recorrido de Magdalena avanza en una serie de eventos fortuitos que la llevan a un fronterizo pueblo fantasma “alejado de la mano de Dios”, en el que reina el crimen organizado. Ahí su camino se cruza con el de Miguel, un joven originario de aquel pueblo, quien después de ser deportado, regresa en busca de su madre. Miguel le ofrece asilo a Magdalena en un encuadre cauteloso, en el que la cámara de Claudia Becerril se coloca entre los solidagos del páramo, como testigo distante de la intimidad que nace entre dos desconocidos que, sin querer, se corresponden. Pronto descubrimos que la casa en la que solía habitar Miguel con su madre parece llevar ya tiempo deshabitada y nada de lo que antes le era familiar permanece.
En este lugar despoblado, cruzando una presa, Magdalena se encuentra con un hombre que, según le dijeron, viajaba en el mismo autobús que su hijo. Es a través de su relato narrado en una lengua que no es la suya –aunque lo traducen, esto le añade misticismo a la escena–, que descubre que el camión fue interceptado y “el diablo” mató a la mayoría de los pasajeros.
La imagen es cálida a lo largo de todo el largometraje, pero no de una calidez afable, sino una que nos remite al infierno que atraviesa Magdalena y el resto de los personajes que la acompañan en su calvario. Además, es un infierno en el que descubre, para su lacerante desconcierto, a su hijo jugando el papel de diablo.
Al final, la protagonista da por muerto al hijo que tanto buscaba y adopta a Miguel, quien se convirtió en su hijo en el camino. Es el retrato de un vínculo que nace entre un hijo sin madre y una madre sin hijo unidos por la pérdida. Y como es usual en las narrativas que tratan este tipo de temas, apegadas a la realidad, lo que obtenemos no es un final feliz; es una labor de introspección que se fomenta desde el ritmo pausado en la sucesión de imágenes, en los amplios espacios naturales estéticamente cautivadores, que se alejan de su función como espectáculo para hacer de efigies de la fatiga colectiva, porque sabemos que aunque en esta pieza de película la pena tiene el rostro de Magdalena, Miguel, Alberto Mateo, la incertidumbre y el desasosiego están al acecho de todos los que habitamos este país azotado por la inseguridad.
Lee la crítica 2: El diablo me dejó vivir por Roberto López
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